
La cárcel de Carabanchel se niega a estar vacía. Nueve años después de su cierre definitivo, tras los muros del penal que mandó construir Franco en 1940, se escuchan voces de nuevo. Son de los presos voluntarios, familias de chatarreros de origen rumano que han encontrado un edén detrás de las rejas. Cuando ellos entran en las celdas, parecen no sentir el sufrimiento y la desolación que emanan sus paredes.
Sólo ven en ellas trabajo y alojamiento. En 1999, los 2.000 hombres y 500 mujeres que estaban encerrados en la cárcel fueron trasladados a otras penitenciarías. La prisión se convirtió entonces en un templo de obligada visita para graffiteros y fotógrafos; en una residencia para inmigrantes de paso y en un lugar de desahogo para ex presidiarios con ganas de arreglar cuentas con su pasado a golpes. Pero ahora los chatarreros son sus dueños.
Ya en la entrada de la avenida de los Poblados se puede observar que han hecho suyos parte de los cerca de 200.000 metros cuadrados que posee la cárcel. En dicho acceso, una de las varias familias (que suponen un total de 30 personas) se ha instalado en la garita del vigilante para controlar quién entra y quién sale.
Para entrar en ella, forzaron la puerta de hierro y cristal, la misma que ahora cierran con un candado cada vez que se ausentan. Los recelos ante un posible desalojo que tuvieron los primeros días han desaparecido. Ahora tienen confianza suficiente para dejar sus pertenencias esparcidas por todos lados. No es difícil encontrar un sillón roído con dos reproductores de DVD junto a una caja de herramientas medio abierta.
El grueso de las familias rumanas ha elegido como casa la antigua residencia de funcionarios. En ella han improvisado varias habitaciones con sillas, mesas y colchones. Las mantas sirven de cortinas, y gracias a unas cuantas tomas ilegales, disfrutan de luz eléctrica. Para el transporte utilizan una furgoneta, un lujoso Audi A-6 y varias bicicletas a las que han atado carritos de la compra en su parte trasera.
Con ellas se recorren la cárcel y los alrededores en busca de "cosas interesantes". Lo dice un joven de unos 15 años que apenas habla español. Tampoco le dejan practicarlo mucho, porque a los pocos segundos sale su madre a reprenderlo. Cabizbajo, el chico entra en la vivienda, donde resuenan los llantos de varios bebés. Entonces aparece un hombre de mediana edad, con la piel roja por el sol. "Es porque he estado trabajando", comenta mientras señala el interior de la cárcel. También le regañan. La matriarca ordena un silencio general y amenaza a quien lo incumpla.
A pocos metros de su nuevo hogar se encuentra el centro para la reeducación y reinserción de menores infractores Los Rosales II. "Van a su bola y no molestan mucho, si no es por alguna mirada desafiante y por la música, que la tienen siempre puesta", comenta a un lado de la valla un chico, que coincide con ellos cuando sale a las canchas a jugar al fútbol.
Para entrar en la prisión, los chatarreros utilizan la entrada más cercana, sin medias tintas. Junto a una torre de vigilancia medio derruida, han improvisado una escalera con las patas de una cama y varias sillas. Los que tienen vértigo se ven obligados a dar un rodeo o hacer malabarismos y atravesar un pequeño agujero en uno de los muros.
Los chatarreros siguen un trabajo tan minucioso como desordenado. Para guiarse, siempre parten de la capilla, como es conocida la cúpula central que conecta todas las galerías. Las redes colocadas en los pisos altos para evitar suicidios están llenas de cosas. Cada celda ha sido minuciosamente revisada.
Pero los grandes tesoros los han encontrado mirando hacia arriba. Aunque la sala de los electrodomésticos, los talleres y los comedores ofrecen material suculento, los techos y, sobre todo, los cables de cobre que se ocultan tras ellos, son el gran botín. Hay rincones en los que no queda una baldosa viva.
Cuando acaban el trabajo vuelven a casa. Atraviesan de nuevo la puerta corredera, que también sirve de vertedero. Aunque en el pasado los funcionarios hacían carreras de ratas, ya no se ve ni una pese a la gran cantidad de despojos y detritus.
Atrás dejan las revistas, las cartas y demás objetos personales. No les interesan, por lo que allí permanecen día sí, día también, junto a las fotos de chicas ligeras de ropa y pastillas de jabón. Más utilidad le dan a los patios y garajes, que utilizan de improvisados talleres. El olor a quemado revela las huellas de hogueras recientes, y rara es la esquina donde no se amontonan toneladas de sillas que forman una destartalada figura en contraste con las simétricas ventanas de rejas.
Cada día, los que mejor se orientan y los más temerarios buscan un nuevo tesoro. Puede estar en alguna dependencia de la enfermería, donde recientemente han aparecidos decenas de deshechos médicos. O quizá en aquella habitación donde iba a parar el mobiliario estropeado. Lo curioso es que las entrañas más siniestras de la cárcel siguen vírgenes.
El silencio y las sombras reinan en los subterráneos, donde las leyendas aseguran que se encuentran los huesos de decenas de desaparecidos. O en el palomar de la tercera galería, donde se encerraba a los homosexuales por la simple razón de serlo. En estos lugares no se han atrevido a entrar los chatarreros. Se desconoce si por desinterés o porque, pese a todo, no quieren profanar el dolor almacenado, que se sigue sintiendo.
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